Recuerdo que aquel día supuso para mi un antes y un después en mi recorrido profesional.
Durante aquellos años de estudio siempre nos señalaron la importancia de trabajar los componentes de desempeño ocupacional para repercutir en las áreas ocupacionales.
Seguro que todo esto os suena mucho…
Durante unos años de mi trayectoria tuve la oportunidad de trabajar en domicilios. Valoraba cada caso, concretando qué dificultades presentaban a la hora de desenvolverse y me dedicaba a intervenir con actividades que se acercaran al objetivo o, al menos, eso pensaba yo.
Enseñaba los números a personas que no sabían marcar un teléfono, abría libros de fotografías para recordar nombres de familiares, trabajaba la fuerza de aquellas manos que necesitaban mejorar sus habilidades, cogía el ábaco para mejorar el desempeño de las pinzas, proponía actividades creativas de pintura adaptada para mayores, enseñaba a firmar, desabrochaba botones, dictaba recetas de cocina para que no se olvidaran, encajaba mosaicos, desatornillaba tornillos, entrenaba destrezas con una cuchara y una pelota, apilaba objetos, motivaba para lograr la confección de una manta o la pintura de un cuadro, llenaba una carpeta de trabajos para establecer rutinas y un sin fin de actividades más.
Todas tenían en común una cosa: la mesa camilla.
Esa mesa redonda con faldas gruesas que tanto abrigaba en invierno, dónde una persona, a tu lado, seguía las oportunidades que le ofrecías y exploraba su capacidad.
Pero al tiempo de trabajar estas cosas, me di cuenta de mi error: la virtud no estaba sobre esa mesa camilla, sino alrededor.
Empecé a descubrir oportunidades por todos los rincones de la casa: una simple visita por las estancias para alguien que empieza a olvidar dónde está la cocina, pegar unas fotografías de alimentos en los muebles, ordenar un armario, estar con alguien mientras se viste y apoyarlo diciendo qué mano tiene que meter primero, colocar un frigorífico caótico, cocinar un hervido en la cocina, regar las plantas del patio, estar al lado en el momento del afeitado, adaptar una ducha, entrenar la transferencia de la cama a una silla con y sin andador, andar en la cochera, subir y bajar escaleras, enseñar cómo alguien se puede girar en la cama y, sobre todo, salir a la calle, porque abría aquella puerta que para muchos era como una reja infranqueable y me colocaba en el otro lado diciendo : «Hoy vamos a compra el pan» «hoy vamos a la farmacia», incluso en alguna ocasión «hoy vamos a ver a tu vecina».
Y es que el día que dejé de lado aquella mesa y me centré en todo lo demás encontré el verdadero significado de la terapia ocupacional: la funcionalidad. Porque no hay mayor gratificación para una persona que volver a dominar su entorno otra vez y recuperar un trocito de lo que ha sido.
Y es que la virtud del terapeuta está en ver más allá de los componentes de la actividad y de una mesa camilla.
La virtud está en intentar crear oportunidades en el entorno, recuperar actividades, recuperar vida, recuperar rutinas y acercarnos lo máximo posible al verdadero YO de la persona con la que estemos trabajando.