Estaréis conmigo en que esto ha venido para quedarse. Ayer me llamó la atención cómo un grupo de vecinos tomaban el fresco en un pueblecito por la noche con sus mascarillas y la distancia recomendada entre las sillas de plástico. Sentí alivio de pensar que hay gente responsable.
Nada que ver a la inseguridad que sentimos el otro día mi amiga y yo, cuando vimos a una chica estornudar varias veces sin mascarilla por la calle. Mi amiga se despidió de mí diciéndome que me cambiara de acera, y yo pensé que me quería mucho por decirme eso.
Porque ahora son las palabras las que abrazan en muchas direcciones. Algunas, incluso, tienen que llegar al cielo. Como cuando me llamó mi madre para contarme que Luna ya no estaba con nosotros y mi sobrina de tres años y más de medio me dijo que iba a echarla mucho de menos y que le hubiera gustado despedirse de ella antes de que se fuera de este mundo. Ella no sabe que envió un mensaje al cielo y que sus sabías palabras nos abrazan miles de veces, pero sueño con que algún día lea esto y se ría.
Parece que seguiremos conteniendo nuestras ganas de abrazar y estrujar a quienes queremos, a cambio de usar palabras como muestra de amor, incluso en los momentos más difíciles.
Me sigo preguntando si esto ha cambiado cosas. Que creo que no. Aunque las que somos un poco obsesivas (bueno, un poco…) sí que hemos generado un nuevo protocolo de gestos diarios que se ha integrado como rutina diaria.
Me pregunto si alguien está reflexionando qué tipo de ocio ha fomentado nuestra sociedad, ahora que el ocio nocturno está limitado y la gente no sabe cómo divertirse de otra forma.
Ahora que todos nos hemos dado cuenta de que la felicidad está a metro y medio de distancia en una mesa con nuestra gente, también me pregunto qué he hecho yo tantos años en naves con personas desconocidas ( y sin mascarilla…). Porque tener mucha gente a tu alrededor no te hace más grande ni mejor persona si esa gente no te dice que te cambies de acera porque alguien acaba de estornudar sin mascarilla.