Lo que he visto estos últimos días en la sociedad no deja de sorprenderme.
¿Qué pasa por la cabeza de la gente para hacer una fiesta sin mascarillas de más de 200 personas?
¿Qué pasa por la cabeza de un camarero que sale a servir con las mascarilla mal puesta e, incluso, se atreve a silbar haciendo la gracias mientras el resto de las mesas se ríen?
¿Qué pasa por la cabeza de una señora a la que dicen que no puede acceder a la playa y contesta de malas formas?
¿Qué pasa por la cabeza de esa persona que te dice que, si no tienes el covid, se quita la mascarilla y se queda tan tranquila?
¿Qué pasa por la cabeza de esa gente que sigue metiendo los dedos en los platos de aceitunas o golosinas?
¿Qué pasa por la cabeza de esa gente que se toca la mascarilla por fuera y se la baja para rascarse la nariz?
¿Qué pasa con esa gente que piensa que su familia no tiene el covid y, directamente, no se ponen la mascarilla en casa?
¿Compartir vasos? ¿Compartir toallas?
¿Compartir cubiertos?
¿Cortar el pan con la mano?
¿Colocar la mascarilla en la mesa?
¿No lavarse las manos?
Puede que como observadores de lo cotidiano nos demos cuenta de más fallos en los gestos diarios del resto de personas.
También es posible que al ser profesionales socio-sanitarios enfundados en capas protectoras y pantallas a 40 grados en verano nos haya aumentado el nivel de conciencia.
Quizás.
Estos gestos tan rutinarios basados en nuestro aprendizaje ocupacional pasado necesitan modificarse con un nuevo aprendizaje.
Si no existe una verdadera voluntad en modificar estos gestos, nunca se cambiarán, es más, irán a peor, porque directamente nos olvidamos de que el COVID sigue ahí y dejamos de ser conscientes del peligro.
Nuestro cuerpo, por defecto, busca el acto automático. Debemos frenarlo, pensar y modificarlo.
Viendo todo lo que veo, no me extraña que hayamos vuelto e esta situación.
Y, como siempre, pagamos justos por pecadores, sin abrazos, sin viajes y cansados.