El tambaleo de su cuerpo me hacía estar en tensión detrás de ella cuando andábamos por su casa. Intentaba esconder los ligeros aspavientos que hacían mis manos cuando iba a cruzar algún obstáculo. Una parte de mí pensaba que ella podía hacerlo, pero reconozco que había otra parte que pensaba que debía protegerla si en ese momento ocurría algo inesperado como una caída.
Ella nunca supo de esa otra parte.
Ella solo veía seguridad cuando la miraba. Bromeaba sobre caerse para evitar el miedo que le producía. Como hacemos todos en la vida cuando tememos algo.
Un día me contó que no era capaz de bajar a la cochera y andar por ella sola. Había hecho esto tantas veces en su vida antes del ictus que le daba vergüenza reconocerlo.
Recuerdo lo que me costó que bajara al menos uno.
Recuerdo también que aquella oscuridad inicial en la cochera nos hizo reírnos a las dos porque no sabíamos bien dónde había que dar la luz. Y no es que yo me caracterice por ver muy bien como sabéis.
Ambas conseguimos hacer de ese momento un logro. Sus piernas estaban más tensas que de costumbre, al igual que su brazo que se dejaba llevar por la inercia.
A pesar del pánico y la inseguridad, la motivación y la relación terapeútica pudieron con todos aquellos monstruos.
Y por fin alguien se libero por un momento de sus esposas.
Aquel día aprendí que todos tenemos un menos uno al que bajar.
Por suerte siempre habrá personas dispuestas a apoyarnos en ese camino.